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Una entrada de diario dedicada a la posibilidad de belleza en la suciedad que me acompaña durante este interminable encierro.
Tengo los dedos pegajosos de miel y de la enganchina que le pongo a los pies de las sillas para que no arañen el suelo de madera. Se sueltan (las pegatinas de fieltro) y el trozo de pega que trata de fijarlas se engancha con todo: con el suelo, con los niditos de pelo y polvo y migas y otra mugre que se va acumulando por mi doquier doméstico durante estos meses de encierro.
Me niego a limpiar.
A limpiar a fondo, quiero decir.
Ordeno obsesivamente, como siempre he hecho, y lo dejo todo muy cuco y estilizado con los medios e imaginación a mi alcance, que no es poca. Miro a mi alrededor y a menudo me impresiono por lo bonito que es este apartamento y lo a mi medida que ha quedado todo; lo fácil que es mantenerlo en estas situaciones nefastas. Incluso cuando viene mi hijo a saltar sobre el sofá, a restregar cojines por todas partes, a picotear y distribuir bolsas de plástico crujientes por cada rincón. Nos complementamos y todo el revoloteo propio de un niño de diez años se alinea, se enreda, choca y luego vuelve a alinearse con mis manías de perspectivas, proporciones y ángulos.
Pero la mugre crece. Y los enganches.
El polvo (ahora que nos ahogamos en calor y hay que abrir ventanas) entra a bocanadas. Es un polvo gris, lleno de ciudad; lleno de calles con tráfico; de restos de fastfood tirada por el suelo; lleno de borracheras y orina; también lleno de río, de mar, de gaviotas, de barcos. Es un polvo lleno de puerto.
El polvo entra y reboza mi casa. En silencio o densa y estrepitósamente; se enreda con la lluvia de cabello que sigo distribuyendo por todas partes. Se acurrucan juntos, el polvo de puerto y la lluvia de pelo. Las migas de pan sourdough, los trocitos de almendra, las pipas pálidas del pimiento, las pielecitas de ajo y las plumas de cojín maltratado se arriman a polvo y cabello para formar, todos juntos, estos niditos flotantes que se acumulan bajo las sillas, en la esquina derecha de la cómoda, alrededor de mi mesa de trabajo, en torno a los cables — oh sí, especialmente ahí, en torno a los cables.
La danza de la mugre en este apartamento tan chic. Una danza que tiene su punto de delicadeza.
Me paseo descalza y noto cómo se me forma una suela llena de texturas debajo de cada pie. Me agacho y recojo algún que otro nidito, delicadamente, con los dedos, cuando los veo perfectamente formados ante mí. Hay un elemento deseable en estos nidos, cuando sus posibilidades escultóricas se manifiestan de pleno — cual nubecitas, creciendo espojosos y semi transparentes. Es una suciedad que tiene una dimensión de belleza.
A la basura.
Deposito cada nidito en el
cilindro de los deshechos.
Me lavo las manos.
Me siento y me pongo a trabajar de nuevo.
La suciedad pegajosa no es placentera a la vista de la misma manera que esta otra suciedad seca que he mencionado. Trato de eliminar la suciedad pegajosa. Ahí se concentran mis pocas energías de limpiadora.
Paso un paño sobre esta miel que me ha quedado en los dedos. Distribuyo el aceite que ha goteado sobre la superficie de madera. Me armo de spray y quizás, oh calamidad, una bayeta bien fea y bien práctica que me ayude a mantener los fogones aceptables y utilizables como base de cocina sin riesgos para la salud (ni atractivo para las posibles criaturas con patitas y alas que deseen aventurarse en mi casa).
El enganche bajo mis sillas es otra pequeña batallita, silenciosa y frustrante. Voy dominándola como puedo.
Sigo trabajando. Escribiendo. Escuchando música. Contemplando la ventana.
Los niditos amorosos de polvo-ciudad, de cabellos descartados, de miguitas y otras mini-fugas culinarias se pasean por el suelo. Educadamente. Secos. Sin enganche. Esperando su turno a ser admirados, recogidos y retirados.
La suciedad, hecha nido. Mi bella y paciente compañera de encierro.