Acabo de leer una historia corta de Milan Kundera en The book of Laughter and Forgetting. Se titula The Angels y es una historia profundamente perfecta.
Es tan perfecta que duele muchísimo — y molesta. Es una historia que crea momentos magníficos, de una gran belleza. Hay momentos de gran fealdad también. Fealdad que punza mucho.
Leyendo a Kundera ahora, a mis cuarenta y tres — creo que he leído este libro una o dos veces antes — me ha ofendido un par de veces. No lo había hecho en ocasiones anteriores. Me ha ofendido, como me ofendió ver una exposición dedicada a Picasso y su amigo Jaume Sabartés en el Museo Picaso de Barcelona, hace poco. Me ha ofendido por su prepotencia masculina. Es posible que si leo a Neruda ahora que estoy tan sensible y tan fémina en mis sensibilidades, me ofenda también.
Pero la ofensa, ahora mismo, emerge en parte de un reconocimiento a la inteligencia de Kundera. Inteligencia de hombre prepotente, sí, que desea a las mujeres y las ha vivido a menudo como objetos. La prepotencia del escritor y artista que habla sin tapujos de lo vergonzoso que es amar a una mujer ‘fea’. Al tiempo que sabe escribir también sobre la inteligencia femenina y expresar bien la admiración por esa inteligencia.
“la ofensa … emerge en parte de un reconocimiento a la inteligencia de Kundera. Inteligencia de hombre prepotente, sí, que desea a las mujeres y las ha vivido a menudo como objetos”
En esta historia, The Angels — leída en inglés — la descripción de los personajes femeninos es bastante aceptable. Admirable, de hecho. Kundera habla muy bien del deseo femenino, de una manera iluminadora, que me ha impactado. Entonces, al final, el escritor, en primera persona y refiriéndose a sí mismo, habla de su deseo de violar a una mujer joven a la que aprecia mucho y respeta mucho. Lo hace de forma tan locuaz y tan real, tan verdadera — estoy segura de que es un sentimiento sentido de veras, de que debe haber descrito Kundera un momento que ocurrió realmente en su vida — que se me revuelven las entrañas. Y al tiempo, no he tenido más remedio que aceptarlo. Se lo acepto. Le acepto esa confesión — que dice no llevó a cabo, espero que sea cierto — porque creo que su veracidad es tan pura. [ Esa parte animal que llevamos dentro. Esa crueldad de la que somos capaces. Como hombres y como mujeres.] Y así, me reconcilio un poco con esa ofensa y ese momento (varios momentos) de detestación que he sentido hacia Kundera.
Kundera es un hombre que describe, también con gran realismo, el sentimiento de otro hombre — esta vez, inventado — que se avergüeza de haberse enamorado de ‘una mujer fea’. Se lo acepto. Acepto la feúra de tal descripción. Sabiendo, claro, que la fealdad es relativa. De la misma manera que yo he estado escribiendo — en otro sitio — sobre mi propio hombre feo, el hombre feo del que también me arrepiento de haberme encaprichado [no reconoceré nunca haberme enamorado. Me niego a creerlo]. De hecho, escribí algo parecido a lo que Kundera ha escrito en su historia. Yo también puedo ser hombre prepotente, a mi manera.
“Yo también puedo ser hombre prepotente, a mi manera.”
Y voy a seguir leyendo. Encantada de redescubrir a escritor tan brillante. Prepotente o no. Hombre o no. Con deseos (incumplidos, por favor) de violar y con opiniones insultantes sobre mujeres inventadas o reales. Con aprecio a la inteligencia. Con capacidad de reconocer sus contradicciones y sus deseos animales. Con capacidad de describirme bien eso que a veces adivino y detesto en los ‘males’, los machos. Quiero reconciliarme con esta idea de ‘hombre’ que, por un tiempo, he sentido la necesidad de detestar.
No me hace falta detestar a los hombres.
No, si escriben bien. Y si, como yo, mujer, se conocen, se humillan y se arrepienten de pensar como el tipo de hombres [que no escriben, que no se conocen, ni se humillan] a los que sí merece la pena detestar, siempre.